CRONICA: MUJER TRABAJADORA
Hace unos días estuve en el camposanto de Valdepiélagos despidiendo a mi tio Tayo. Me situé junto a la tumba de mi madre mientras miraba como le enterraban tres filas de sepulturas más arriba. La historia sube por la ladera del cementerio situado frente a olivos. Ya la misa anterior me había trasladado a un dia similar hace 33 años, con un ataud parecido en el pasillo central. Aquel dia bajo un cielo muy azul bajamos tras el coche fúnebre desde la puerta de la iglesia, rodeando la barbacana, carretera abajo. Tanto mi tio Tayo como mi madre nacieron en 1936. Sólo que ella murió con 55 años. El viento que mece en ocasiones algún milano sobre el cementerio había humedecido mis ojos y encendido mi memoria eidética del pasado.
Si vas a la plaza cómprame queso de Burgos, le dijo mi abuelo. No entendía por qué mi abuelo llamaba plaza al mercado de Ibiza, junto a El Retiro. Quizás una reminiscencia de cuando en Sisante, Cuenca, su propia madre iba a la plaza a comprar bacalao salado que traían aquellos carros de ultramarinos o bien carne de La Roda y hortalizas del valle del Júcar.
El mercado de Ibiza estaba al lado de la tienda de Pirulo. Todos los días mi madre iba a la compra. Tenderos y señoras se conocían por el nombre. Concha, compra hoy boquerones que están a buen precio. Concha, llévate un buen trozo de bonito en escabeche para hacer unas empanadillas, que acabo de abrir una lata de dos kilos...
Mi madre no conocía de nóminas y contratos. Nunca recibió un salario por su trabajo. Sin embargo trabajaba a diario.
Me levantaba todas las mañanas y me ponía un colacao. Luego me vestía con ropa limpia y me llevaba al colegio. Ese colegio donde hace unas semanas presenté mi cuarto libro en su ausencia. Daba de desayunar a mi abuelo. Hacía todas las camas. Luego iba a la plaza y volvía a hacer la comida. Todos los días había un plato caliente o frío dependiendo de la época. Recetas que nunca más he vuelto a probar. Después de comer me llevaba otra vez al colegio y me recogía por la tarde. Me daba una bocadillo como merienda. Preparaba una cena con varios platos, como le gustaba a mí padre cuando volvía de circular en el circular. Y a todo esto fregaba y recogía, ponía lavadoras, planchaba y todo sin horarios ni convenios y al contrario que mi padre sin tener ni un solo día libre. Realizaba tareas extras cuando caía malo o cuando a mi abuelo le dieron varios infartos. Todo lo asumía. Nadie le ayudaba. Y si ella enfermaba no había baja para ella.
A pesar de ello siempre tenía una sonrisa para mi. Una caricia o un peinado a su manera. Un besar en mis heridas. Una mirada dulce cuando teníamos que escuchar sermones ajenos durante las comidas. Y una cara de resignación cuando oia quejarse a quien menos razones tenía.
Cuando llegó la transición no creo que supiera por qué podía votar. Ni siquiera por qué ya no tenía que sacar dinero del banco acompañada de su marido.
Ella no sabía que podría estudiar en la universidad cuando apenas la enseñaron a leer y escribir. Ni que las mujeres trabajadoras tenían jornadas de ocho horas, días festivos y un mes de vacaciones.
Nadie le explicó lo que era la igualdad porque ni siquiera le preocupaba a su marido explicárselo.
Nunca la oí protestar a pesar de sentirse cansada.
Me hubiera gustado con los años pasear por El Retiro con ella. Hacerle la compra todos los días, prepararle su comida preferida y recoger la cocina mientras se tomaba un café que le hubiera preparado. Me hubiera encantado dejar en sus brazos a su nieta para que le sonriera. O abrirle la puerta de mi casa cuando viniera. Le hubiera dedicado mis cuatro libros y le hubiera leído cuentos o crónicas que yo mismo le habría escrito. Le hubiera podido dar dos besos todos los días mientras miraba la profundidad de aquellos ojos verdes que tenía, pero... la noche de un ocho de marzo, qué curioso, de hace treinta y dos años, algo o alguien decidió robarme mís deseos al igual que a ella le robó la vida.
Murió en mis brazos cuando acababa el Día Internacional de la Mujer, tenía 55 años, y yace enterrada en esa ladera de Valdepiélagos, en el camposanto, frente a los olivos, donde alguna rapaz se dibuja suspendida en los días de viento sobre esa biblioteca de vidas pasadas, de muchas mujeres trabajadoras, que sin ellas no existiríamos.
No sé si a nadie más le importó pero yo sí puedo decir que conocí a una de aquellas mujeres trabajadoras.
Y era mi madre.
@agustindelasheras
@cronistadevaldepielagos
@presidentecronistasmadrileños
Comentarios
Publicar un comentario