CRÓNICA: Médicos, medicinas y farmacias.(II)
(...)
Mientras hablaba de médicos y farmacias en Valdepiélagos, al pronunciar una palabra, practicante, un terror infantil ha aflorado este sábado en mi memoria. Ocurrió hace más de cincuenta años.
No sabía dónde meterme.
El Doctor me había visto en su consulta del barrio el día anterior. Aún recuerdo el olor de aquel piso en la calle Doce de Octubre. Y la sala donde te reconocía, otra habitación pequeña y oscura donde tenía una máquina de rayos X y el despacho donde en tu ficha, una enorme hoja gruesa, tecleaba el diagnóstico en una olivetti ya antigua que usaba con solo dos dedos de cada mano. Aún escucho el sonido hueco cuando se grababa cada letra. Fue el mejor pediatra que nunca he conocido. Y era el médico de mi familia. A cambio de una iguala veía tanto a mi abuelo como a mis padres o a mí. En aquellos tiempos, una tos agarrada escuchada por aquellos fríos fonendoscopios, y algo de fiebre, llevaba a la misma receta: una o dos inyecciones de un nombre que no he olvidado... Chemiciclina.
Mi madre ya había puesto a hervir agua en un cazo. Mi vecino Mariano era una gran persona. Y no tenía la culpa de su oficio. Era practicante.
De un estuche abierto sacaba una jeringuilla de cristal y una aguja que introducía unos minutos en el agua hirviendo.
Yo esperaba escondido pero viendo el ritual.
Se lavaba las manos bien lavadas. Abría la caja del antibiótico y sacaba un frasquito con unos polvos dentro.
Con unas pinzas cogía la jeriguilla y la aguja que dejaba enfriar antes de enroscarla.
Sujetaba un frasco de cristal con un líquido esteril que succionaba con la aguja en la jeringuilla, después de moverlo un poco y romper la caperuza para abrirlo.
Clavaba la aguja en el frasco de polvo blanco e inyectaba el líquido. Quitaba la jeringuilla y con la aguja clavada movía y movía el líquido que se mezclaba con el antibiótico. Odiaba ese sonido.
Enroscaba la jeringuilla en la aguja y extraía el preparado.
La inyección estaba lista. Pero yo ya no estaba.
No creo que ahora pudiera meterme bajo la cama.
Mi madre me sujetaba las manos con mi pantalón bajado. Notaba un algodón mojado y ese olor a alcohol que también odiaba.
Primero un cachete y luego otro. Pero la experiencia me decía que la aguja se clavaba en el tercero.
El dolor seguía al pinchazo y por último, de nuevo el algodón empapado.
A Mariano le temblaban las manos de fumador eterno. Pero durante el trance nunca nadie me pinchó como él.
Entonces pasaba a casa su mujer, mi vecina Maruja. Y con cariño me daba algún caramelo de los que llevaba en aquella cesta de mimbre donde guardaba tabacos y cigarros variados que vendía en esas noches del Madrid de las salas de fiesta.
Mariano ponía inyecciones por el día. Y su mujer Maruja vendía tabaco, todas las noches, en el mismo sitio. Bajando aquellas escaleras en el 37 de la Gran Vía, en los bajos del cine Avenida, en la Sala Pasapoga.
Dos oficios de hace años que al hablar de Valdepiélagos he recordado.
@agustindelasheras
@cronistadevaldepielagos
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