CRÓNICA: PASEO GENERAL MARTINEZ CAMPOS 46

 

Calles ardientes, un sol infernal... 


Recuerdo aquellos meses de agosto...


Madrid eran calles de calor seco. El alquitrán se volvía pegajoso y los adoquines de las aceras te imantaban de su propio fuego.


La casa donde vivía era un bajo.


Las persianas caídas desde el mediodía oscurecían las habitaciones protegidas del infierno externo.


El agua en la nevera era mi único sustento.


Nevera ya de las modernas porque la antigua era más extraña, donde a menudo, un carbonero de verano que en esos meses se dedicaba al hielo, traía unos bloques a casa ayudado de un garfio. 


Mi abuelo vestía camiseta blanca de tirantes. Mi madre movía sin parar su abanico. 


Salir a la calle antes de las nueve de la noche era un suicidio. 


Pero después de cenar, los bancos, junto a los portales, se llenaban de vecinos. 


Se hablaba de cualquier tema mientras se devoraban bolsas de pipas. 


Corría el aire. 


Mis amigos, los que tenían playa, o alguien que les rescatara, habían huido. Mis juegos eran un asunto solitario. Y eso necesitaba de inventiva. 


Los días de agosto en aquel Madrid eran monótonos. Antítesis de la misma monotonía tras los cristales de Antonio Machado, pero sin agua. 


Un mozalbete de ahora no lo hubiera resistido. 


Un jovenzuelo como yo se debatía entre un canal y un semicanal en UHF. Y eso me llevó a la lectura. 


Lo peor de ese entretenimiento no era bajar por Doctor Esquerdo hasta la biblioteca pública en Conde de Casal sino subir de nuevo hasta Doce de Octubre. Aquellos cajones llenos de fichas de libros me llevaron de vacaciones a mil mundos.


Nadie de mis amigos viajó tanto. 


Tenía más suerte que los que me habían abandonado. 


Por aquellos años, en aquellos meses de verano, en aquel Madrid solitario, sólo envidiaba una cosa... No tener pueblo.

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