CRÓNICA: EL HOMBRE DEL SACO

 


EL HOMBRE DEL SACO EN MADRID


Tengo edad suficiente para poder afirmar que en Madrid existió el hombre del saco.


Aquella figura no sólo era una amenaza de mi madre para que no me alejara o un castigo imaginario por si me portaba mal.


Yo vi colarse al hombre del saco en mi propia casa.


Debieráis verme correr por el pasillo hasta más allá de la cocina. Aprendí que de aquella puerta nunca pasaba.


Yo no entendía por qué le abrían y por qué el hombre del saco conocía siempre el camino.


Lucía un mono azul ennegrecido por el tiempo. Y de su cara oscurecida por un extraño polvo de antracita sólo se le veía el brillo de los ojos.


Una vez arrodillado ante la cocina, extendía un saco roto para no manchar el suelo y abriendo un compartimento a golpe de saco metía y metía el carbón dentro. Aún escucho el sonido. 


Una vez me acerqué demasiado y al levantarse a por un saco de astillas que había dejado en la puerta se me quedó mirando. Me escudriñó de arriba a abajo y me preguntó con una voz cazallera que si era bueno. Sólo me atrevi a mover de arriba a abajo mi cabeza sin poder articular palabra. Ah bueno, contestó. Porque como seas malo, carbón como éste te traerán lo reyes. 


Cuando terminaba doblaba los sacos y salía por la puerta. 


Aún sigue la cocina, apagada, en casa de mis padres. Dejó de encenderse al día siguiente de morir mi madre. 


Y todavia recuerdo como por las mañanas, ella abria una tapa con un agujero ayudándose de una barra con gancho y quitaba dos aros concentricos para acceder al interior. Con un recogedor metálico sacaba los restos del carbón consumido el día anterior, introducía algunos trozos nuevos, astillas de madera y con un papel arrugado de un viejo periódico prendía el fuego. Atizaba y rellenaba con más carbon, cerraba con los aros y tapa que había quitado y el calor invadía la casa. 


Nunca volví a comer castañas asadas tan buenas que dejábamos encima después de rajarlas un poco con un cuchillo. Ni he vuelto a comer patatas asadas de las que metíamos dentro, ni boniatos, ni carnes, ni guisos propios de una madre castiza. 


Ahora cuando visito esa casa y veo el frío metal de la cocina pienso en el calor de una época, sus gentes, el hombre del saco y aquellas vidas y oficios que ya no volverán.

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