CRÓNICA: EL BULEVAR DE SAINZ DE BARANDA

 



EL BULEVAR DE SAINZ DE BARANDA


No sé, no sé. Una idea lleva a otra y siempre termina en un recuerdo. No os quiero contar el sinsentido de la naturaleza humana pero ya no creo en esta sociedad. Lo percibo todos los días aunque a mi edad ya no me afecta. Como les digo a excelentes compañeras, hay clientes que no os merecen. Y no les deis más vueltas.


Como prefacio ya os he escrito demasiado sin decir nada. Sólo os diré que después de hacer la cena y recoger la cocina, me desplomo en mi sofá, y escribo. Son sólo las diez y media, y con el móvil en las manos, sin gafas para ver cerca, enhebro palabras y letras. En el comienzo de las horas noctámbulas he escrito mucho de lo que habéis leído.


Y ahora, los que conocéis aquel barrio donde nacimos, ayudarme a recordar.


A la llegada del buen tiempo, en el bulevar de Sainz de Baranda, frente al cine, de un camión, descargaban un pequeño kiosko en blancos y azules, con unas letras rojas. En los laterales ponía, Camy.


Mi madre tenía amistad con Paquita. La heladera que año tras año colgaba los carteles con los nuevos helados y se ayudaba con las ventas de pipas y otros dulces en forma de gominolas. Cuando la veía en la calle era muy bajita, pero cuando estaba tras el mostrador siempre me miraba desde arriba. Una vez descubrí el secreto viéndola subirse a unos taburetes de madera cuando estaba dentro. 


Paquita era la versión trashumante de la sedentaria Tina.


Recuerdo que mi madre me llevaba a comprar un helado mientras ella compartía pipas y conversación con la heladera.


Yo era más de bombón de nata que de crocanti. Más de Camy Cao que de Camy Crem. Y sin olvidarme del Colajet.


Aunque era un kiosko de helados Camy, mi tesoro helado estuvo y estará siempre en la competencia: el Drácula de Frigo.


Pero lo que recuerdo como una ceremonia helada era cuando mi madre le pedía a Paquita un corte. Pero no un corte cualquiera, sino de tres gustos:nata, chocolate y vainilla. 


Su amiga cogía un paquete helado que sacaba de un envoltorio acartonado. Lo situaba sobre una superficie metálica con asa en un extremo y con otra pieza de la misma aleación, apretando el helado desde arriba, dividía con señales la barra del helado para marcar partes iguales. 


El final era el mismo. Cogía una galleta cuadrada de barquillo, la pegaba a la barra, cortaba la porción señalada con un largo cuchillo y sujetando con otra galleta y una servilleta se la entregaba a mi madre. 


Quieres un corte Agustín? - me preguntaba Paquita. 


No, no -le contestaba. 


Mi chuchera cabeza ya pensaba en otras cosas. Miraba al otro lado de la calle, junto al cine, y mi boca se hacía agua pensado en Garcés y aquellas deliciosas palmeras de chocolate. 


Pero eso será parte de otro sueño. Quizás se acerca el buen tiempo. Y el deseo de comer algo helado.


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