CRÓNICA: EL BAR DE PEPE

 

Dentro de una delgadez nervuda no paraba de circular por aquella barra en forma de ele.


Los primeros cortos no sé si me los tomé en ese bar o en los Fernández. Eran otros tiempos, donde tu propia familia en aquellos vermús de sábados y domingos, con la visita de la familia o amigos, te introducían antes en el mundo de aquella Mahou del Paseo Imperial que en los de la cocacola y la mirinda.


Aquella ele de mostrador bajaba hacia el suelo, por el lado de los clientes, en una curva convexa de una piedra verde oscura que siempre la recuerdo brillante por una grasilla extraña. La barra era más baja, y de madera, junto a la última puerta de la calle Narváez. Y el suelo de aquel bar estaba algún escalón por encima de la calle.


Por debajo de estanterias de cristal en las paredes, por dentro de la barra, había multitud de grabados taurinos, en blancos y negros, con suertes y lances. Pero no sé si por la tez y el perfil de su cara, o por su deje andaluz sevillano que no había desaparecido que, yo me quedaba extasiado mirando un retrato dibujado de Manolete, el torero y mirando una y otra vez a Pepe, pensaba que eran la misma persona.


Pepe siempre estaba atento, al quite de cualquier ronda. Y cuando mis padres tomaban cañas y yo nada, el plato del aperitivo siempre venía con tres palillos que pinchaban un boquerón o unas ricas patatas fritas que en forma de barca llevaban una sardinilla.


En aquel bar llegaron los primeros flippers al barrio. Aquellos cajones llenos de cables por dentro, con la pendiente necesaria para que lanzaras cinco bolas una a una y bajaran por debajo de un cristal, rebotando en paredes y artiilugios, haciendo que un marcador mecánico te fuera indicando los puntos que te faltaban para hacer partida. Y tú mientras, de puntillas, te sujetabas como podías a los botones que controlaban los mandos para evitar que las bolas se colaran.


Según envejecía Pepe los flippers, llamados ya pinballs, se hacían más complicados cambiando cables por sistemas digitales.


Y los años pasaban. Y ya cerca de embarcarme en otras aventuras recuerdo que Pepe nos vendía litronas que llevabamos al parque. Una de las ultimas litronas me sirvió de compañia para ver a Radio Futura en el Paseo de Coches de El Retiro.


Y un día, el bar de Pepe, Doce de Octubre esquina con Narváez, se convirtió en una agencia de viajes.


Y todos perdimos a una excelente persona, que con torera maestría, tiraba y tiraba cañas para alegrarnos aquellos días.

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