CRÓNICA: NOVIEMBRE 1870


 CRÓNICA: NOVIEMBRE 1870


Hace unos días se cumplieron ciento cincuenta y dos años de uno de los muchos sucesos que acontecieron en la villa de Valdepiélagos. Le ocurrió a mi tatarabuela Manuela Martín Frutos como da fé el Libro sexto de Difuntos de la parroquia de la Asunción de Nuestra Señora, de Valdepiélagos, 1854-1883. 


Aquella mañana fría de un cuatro de noviembre de 1870 en Valdepiélagos, Higinia, una vecina, como todas las mañanas, fue a la cocina a encender el fuego que era la lumbre diaria, calor de una casa de pueblo en aquellos tiempos. 


Sobre un ramo de tomillo puso primero unos palos delgados y sobre éstos unos más gruesos. Un poco de paja y la cerilla hicieron el resto. Para encandilar la lumbre se ayudó con un soplillo y ya cuando los troncos se avecinaban a tizones con un fuelle avivó la candela. Cerca dejó el atizador, las tenazas y la badila.


El caldero de cobre colgado de la chimenea ya estaba lleno. Y el agua caliente ya no faltaría durante el día.


Con el fuego vivo colocó el trébede sobre él y calentó una sartén con un fondo de manteca. Aquel día decidió regalar a los hijos de su vecina unos torreznos y un chorizo que se frieron rápido antes de retirarlos. La harina de almorta, pimentón y agua ligaron el desayuno, unas estupendas gachas y sobre ellas, los picatostes de cerdo.


Puso en una mesa cercana tres cucharas y para no quemarla, en medio situó un reposador y encima, la sartén caliente con las gachas.


Avisó a dos niñas y un niño que entraron corriendo a la cocina de la casa. Y desde tres puntos de la sartén fueron comiendo hasta encontrarse en el centro.


El padre, labrador, ya hacía tiempo que estaba en el campo, con pan y chorizo en el morral y algo de vino en la bota, luchando con una mula castañera que no se dejaba poner la orejera cerca de Valdecrimados. 


Los niños según habían entrado salieron corriendo a jugar a la calle. 


Higinia en otro puchero de cobre con agua cortó unas patatas, echó unos cardillos bien pelados y un hueso, y lo arrimó a la lumbre. Salió fuera, al corral, para meter un cubo de agua y aprovechó para llevarle un plato de gachas a su vecina. 


Manuela, la madre de aquellos niños estaba en la cama victima de una perlesía. Aquel catarro de septiembre que se convirtió en neumonía se le agarraba en el pecho postrándola en la cama durante días. 


Los niños que jugaban a la entrada olieron a quemado. Un humo espeso se movía por el techo saliendo de la habitación de su madre. Entraron corriendo y solo pudieron ver un candil asesino y una vela en el suelo. Una cortina y los faldones de la cama prendieron todo su cuerpo en fuego. Los niños querían acercarse pero ella los alejaba a voces para que no sufrieran su destino.


Higinia y otros vecinos acudieron a los gritos. 


Corrieron al campo a avisar a Estanislao de las Heras, su marido, y la vuelta al pueblo de aquel hombre no se la deseo ni al mayor de mis enemigos.


La muerte se la llevó muy joven. El facultativo certificó que su inmovilidad ante el fuego hizo que éste provocara enormes daños en todos los tejidos de su cuerpo. 


En la villa de Valdepiélagos al día siguiente, cinco de noviembre, en el partido de Colmenar Viejo, el dolor de un suceso en la familia De las Heras se extendió por todo el pueblo. 


Bajaron el ataúd por las escaleras con sumo cuidado. Salieron a la calle y siguieron la cuesta que llevaba a la iglesia que también hacía de cementerio. Tras el féretro iba todo el pueblo. Justo detrás de él, el viudo y dos niñas y un niño entre cuatro y seis años. Les acompañaba el cura ecónomo Don Valentín Moreno. 


Manuela de 37 años de edad había hecho testamento ante D. Miguel Ortiz del ayuntamiento de esta villa legando: entierro de pobre, misa de cuerpo presente, además de cuatro misas por su alma, limosna de cuatro reales, dejando por albacea curador a su marido Estanislao de las Heras y habiendo recibido los santos sacramentos de confesión, comunión y extremaunción. Y como verdadera cristiana se la enterró en la iglesia según costumbre, en el grado primero sepultura

tercera, siendo testigos del entierro Don Julián Hernández y Don Fernando García y

para que constara todo aquello lo firmó el sacerdote Valentín Moreno. 


Un vecino del pueblo, Victoriano, pagó la misa y funeral. 


Para el niño ya no habría escuela. Serviría como labrador y jornalero, ayudando a su familia. Nunca aprendió a leer y a escribir, aunque la vida, ya de muy joven, le enseñó la primera lección.


Aquel niño se convertiría con los años en guarda del Coto de San Benito, en Valdepiélagos, donde el Conde de Romanones disfrutaba pegando tiros. Su nombre... Agustin de las Heras, mi bisabuelo.


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