CRÓNICA: Aquellos veranos de mi infancia.



CRÓNICA: Aquellos veranos de mi infancia.


Recuerdo aquellos meses de agosto...

Madrid eran calles de calor seco. El alquitrán se volvía pegajoso y los adoquines de las aceras te imantaban de su propio fuego.

La casa donde vivía era un bajo.

Las persianas caídas desde el mediodía oscurecían las habitaciones protegidas del infierno externo.

El agua en la nevera era mi único sustento junto a aquellos gazpachos que hacía mi madre.

Nevera ya de las modernas porque la antigua era más extraña, donde a menudo, un carbonero de verano que en esos meses se dedicaba al hielo, traía unos bloques a casa ayudado de un garfio. 

Mi abuelo vestía camiseta blanca de tirantes. Mi madre movía sin parar su abanico. 

Salir a la calle antes de las nueve de la noche era un suicidio. 

Pero después de cenar los bancos junto a los portales se llenaban de vecinos. 

Se hablaba de cualquier tema mientras se devoraban bolsas de pipas. 

Corría el aire. 

Mis amigos, los que tenían playa o alguien que les rescatara en un pueblo, habían huido. Mis juegos eran un asunto solitario. Y eso necesitaba de inventiva. 

Los días de agosto en aquel Madrid eran monótonos. Antítesis de la misma monotonía tras los cristales de Antonio Machado, pero sin agua. 

Un mozalbete de ahora no lo hubiera resistido sin nubes ni redes.

Un jovenzuelo como yo se debatía entre un canal y un semicanal en UHF. Y eso me llevó a la lectura. 

Lo peor de ese entretenimiento no era bajar por Doctor Esquerdo hasta la biblioteca pública en Conde de Casal sino subir de nuevo hasta Doce de Octubre. Aquellos cajones llenos de fichas de libros me llevaron de vacaciones a mil mundos.

Nadie de mis amigos viajó tanto leyendo.

Ahí tenía más suerte que los que me habían abandonado. 

La señora Patro era la portera de mi casa y por aquellos años vivía junto con su hija Charo que heredaría su lugar. Eran tiempos de portería, que no conserjes, dado que cada portal poseía una casa vivienda. El número 15 de la calle Doce de Octubre hacía esquina con Fernán González. Con los años construyeron dos portales más en un solar esquina a Narváez, y mi edificio pasó a ser el 19.

Por cierto, junto a ese solar, había estado uno de los garajes del parque móvil en tiempos de la República, donde mi abuelo Emigdio de las Heras recogía el coche oficial, junto al conductor, para llevar a políticos e incluso a Manuel Azaña.

Pero volviendo a la portería la señora Patro iba de luto riguroso, era mayor ya en mi infancia, y la cadera deformada la obligaba a andar de una forma característica y a subir los escalones de uno en uno. Pero eso no le impedía blandir cubo y fregona, cepillo y plumero y limpiar, junto con Charo su hija, las escaleras.

Evidentemente no existían los porteros automáticos y durante el día, la puerta metálica de barrotes negros y carente de cristales permanecía abierta en sus dos hojas. Cuando durante el día veías una hoja abierta y la otra cerrada era mala señal. Alguien había fallecido. Por la noche la puerta se cerraba con llave que solo abrían los vecinos, o bien el sereno avizor o mediante llamada, oyendo el tintineo de llaves cuando se acercaba. 

Según subías el primer tramo de escaleras desembocabas en un pasillo donde estaba la portería. Y ante cualquier ruido, el visillo de su puerta, esta vez acristalada, se movía para ver quién eras.

Durante el día y si el tiempo lo permitía, la señora Patro, bajaba una silla de madera marrón oscurecida y culo redondo, de las de toda la vida, de aquellas que se estremecían al sentarse y colocándola en la calle junto a la puerta, controlaba todo el que pasaba, saludaba a los vecinos y recogía alguna carta cuando venía el cartero.

Por las tardes, pasaba el repartidor de El Pueblo, y dejaba varios ejemplares para los que estaban suscritos. Por las mañanas hacía lo mismo con un par de ejemplares del Ya, para los que leían matutinos y algunos días hasta algún ejemplar de El Caso, predecesor literario pero más culto que narraba sucesos como hoy día lo intenta algún programa amarillista. Antes de subir a llevarlos a su destino, la señora Patro, se ponía las gafas apoyadas casi en la punta de su nariz y se informaba de los titulares. 

En ocasiones, nuestra portera, visitaba a otra hija que vivía en Tarragona y pasaba con ella alguna semanas. 

Pero un año, Charo y su familia se fueron a Tarragona y se quedó guardando la portería la señora Patro. Por aquel entonces yo tendría diez años. Recuerdo que aquel día se movió el visillo de la portería cuando yo pasaba, la puerta se abrió y oí mi nombre. Agustín, mira, esta es mi sobrina. Detrás de ella apareció una niña de mi edad de la antigua Tarraco. Llegados a este punto me hubiera gustado escribir la frase "stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus" pero no recuerdo su nombre aunque si su sonrisa. Tendría un par de años más que yo.

Como algún vecino, suscriptor del periódico "Ya", estaba de vacaciones, los ejemplares los tenían en la portería. Aquel matutino tenía un sopa de letras que nos encantaba. Sentados, uno junto a otro, escudriñábamos las letras buscando las palabras del tema sugerido. Creo que fue una de las pocas veces de mi infancia que estuve tan cerca de una dama. Del resto de los juegos no me digáis nada. Ya os he dicho que no recuerdo su nombre pero si que pasábamos las horas muertas leyendo las hojas de los periódicos y hablando. Permitidme que este Adso de Melk lo deje ahí. Esa amistad duró aquel verano. No la volví a ver.

En aquellos meses de verano, en aquel Madrid solitario, sólo envidiaba una cosa... No tener casa en un pueblo.

Pero ahora, bajo el moral, en la sombra de alguna nube que oculta el sol en el horizonte soriano, me estoy desquitando.


@agustindelasheras 

@cronistadevaldepielagos

@presidentecronistasmadrileños


 

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