Crónica: Un sisanteño en Madrid



Crónica: Un sisanteño en Madrid.


Mi abuelo Maximiliano vestía con el cuidado del querer tener buena presencia, pero no como una obligación impuesta sino como una forma de vida.

Algún sábado sin colegio cuando yo aún andaba por aquel pasillo en pijama, entre legañas mañaneras, veía la puerta del cuarto de baño medio abierta.

Yo me quedaba mirándole en silencio porque no quería romper ese protocolo del afeitado que todavía me era ajeno.

Se ponía una toalla sobre el hombro mientras en un cuenco con agua mezclaba una crema o jabón de afeitado. Antes se había lavado bien la cara y se había puesto sobre la barba una emulsión de aceite para ablandarla. Con una estraña brocha de cerdas de tejón, eso decían, que me encantaba tocar cuando estaba seca  por lo suave que era, humedeciéndola en la mezcla del cuenco, la extendía por la cara. Mientras aquella espuma reblandecía la barba, sacaba de un sobre muy pequeño de papel una cuchilla que colocaba en una maquinilla de afeitar. Elevando la barbilla iba rasurando su cara. 

Para entonces ya había mirado de reojo y me había descubierto.

Agustín, me decía, dile a tu madre que te ponga el desayuno y te vista, que nos vamos a la Casa de Fieras. 

No hacía falta decir más. Corría al comedor a beberme el colacao donde mi madre habia disimulado batido un huevo crudo, en secreto, porque según ella me dijo años después, era un milindre y estaba muy delgado. 

Ella había ayudado a que mi cara brillara con agua y jabón en el lavabo, y me había puesto ropa para ir al parque.

Mi abuelo ya estaba esperando.

La noche anterior le habia visto con la caja de betunes dar esplendor a sus zapatos negros en otra ceremonia que me gustaba observar. Aquella caja tenia estuches metalicos de betunes de tonos negros y marrones, trapos y cepillos de varios tipos. En mi vida nunca he conseguido que ninguno de mis zapatos brillaran igual que los de mi abuelo.

Llevaba una larga gabardina beige impecable. Y sobre su cabeza una boina castellana mezcla entre la que llevaba Delibes y Unamuno.

Sujetaba también, por si acaso, su paraguas negro estrecho y de afilada punta.

Cogiéndome de la mano abría la puerta y subiamos las escaleras desde el bajo para salir por el portal del diecinueve (antes quince) de la calle del Doce de octubre. Y girando a la derecha, ibamos a El Retiro.


@agustindelasheras

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