CRÓNICA: EL COBRADOR DE LOS MUERTOS


 EL COBRADOR DE LOS MUERTOS


En la plaza de Cánovas número 4 existe un edificio donde hace años se encontraban las oficinas de la aseguradora Sud América. 


En 1913 el Conde de Bugallal encargó el proyecto al arquitecto Antonio Palacios siendo Bernardo Giner de los Rios quien lo adaptó para la compañía. Hoy día es un hotel. En los años 60 y 70 decenas de oficinistas mecanografiaban pólizas de fallecimiento, más finamente llamadas hoy día seguros de decesos. Uno de ellos se llamaba Santiago y era tío mío. En aquellos años las domiciliaciones no eran la norma y las primas se cobraban por empleados que iban de casa en casa. 


En la Historia de Madrid existían oficios que han desaparecido. 


Recuerdo cuando sonaba el timbre. Mi abuelo se levantaba del sillón que vigilaba el pasillo y lo recorría hasta la puerta. Yo observaba todo desde mi habitación. Tendría cinco o seis años. Mi madre preguntaba quién era. Mi abuelo contestaba, el cobrador de los muertos. Un señor con un ancho bigote, con una vieja cartera de cuero desgastado que llevaba bajo el brazo, saludaba a mi abuelo. Este le invitaba a entrar y ambos recorrían el pasillo hasta el comedor. Yo salía a escondidas y avanzaba muy lentamente por el pasillo en su dirección, apoyando mi flanco contra una de las paredes. Mi abuelo abría el mueble del salón donde una llave cerraba el mueble bar. Un espacio forrado por dentro de espejos, con copas colgadas a los lados y muchas botellas en medio. Cogía una de ellas, sin preguntar al cobrador de los muertos, junto con dos vasos de cristal bajos pero alargados y los llenaba de Marie Brizard. Mi madre ya había llevado unas pastas en un plato, que nos habían traído de Sisante. Después de una conversación que no oía, ya que mi miedo me impedía recorrer el último tramo del pasillo, el cobrador de los muertos sacaba un taco de sellos como de las antiguas pólizas y arrancaba uno. Mi abuelo abría un cajón del aparador y sacaba una libreta donde habían sido pegados años atrás muchos de esos sellos. Cogía su billetera y le pagaba al señor de los muertos el último sello que pegaba junto al anterior en su libreta. Después de charlar un momento ambos se levantaban de las sillas. Yo ya había vuelto corriendo a mirar desde mi habitación por una rendija. Al llegar a la puerta de la calle se daban la mano y se emplazaban al año siguiente. El cobrador de los muertos por fin se había ido y yo podía salir de mi escondrijo. En mi mente de crío pensaba que mi abuelo era como si hubiera pagado un tiempo más para estar con nosotros. Y todo eso me aterrorizaba. 


Un año el cobrador de los muertos dejó de venir. Y día a día me preocupaba por mi abuelo. Una mañana, armándome de valor, me atreví a preguntarle ¿Ya no va a venir más el señor aquel del bigote? le dije. No, me contestó él escondiendo su sonrisa. Tras un silencio me volvió a hablar. Ahora me pasan un recibo en el banco, por lo de los muertos. Y eso me intrigó mucho más.

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